Tomar el aeropuerto de la capital del país, herir y retener al presidente de la República y dejar de patrullar las calles de todo un país, ya de por sí peligroso debido a la enorme desigualdad económica que se da entre sus habitantes, … el sentido común se decanta por determinar que algo así no se improvisa en un solo día.
Ecuador vivió el pasado jueves una jornada nefasta, una de tantas ya, puesto que desde el año 1997 no ha habido un solo presidente elegido por sus ciudadanos que haya completado el periodo para el que fue elegido. Desde ese año son siete los presidentes que se han alojado en el quiteño palacio de Carondelet, residencia oficial del jefe del Estado, a los que hay que sumar el nombre de una mujer, Rosalía Arteaga, quien no llegó a dormir en él pero fue igualmente proclamada presidenta, en un mandato que duró tres días y que llegó a compartir con Abdalá Bucaram y Fabián Alarcón.
Sí, la inestabilidad y la falta de reglas claras, un mal que se arrastra por décadas en Ecuador, llevaron al país en una ocasión a tener tres autoproclamados presidentes y lo peor de todo es que cada uno de ellos con su parte de razón y de verdad, basada en un ordenamiento jurídico y un sistema institucional impreciso que permitió que sólo uno de esos ocho presidentes, el actual, Rafael Correa, llegara directamente a la presidencia a través de las urnas, mientras que otros tres, Fabián Alarcón, (1997-1998), Gustavo Noboa (2000-2003), y Alfredo Palacio (2005-2007) lo hicieran en su condición de vicepresidentes de presidentes derrocados, puesto que Abdalá Bucaram, (1996-1997) Jamil Mahuad (1998-2000) y Lucio Gutiérrez (2003-2005) fueron despojados de su cargo por el legislativo bajo acusaciones tan sui generis como la de la determinación de que Abdalá Bucaram estaba “loco” o la de que Lucio Gutiérrez había abandonado el cargo a pesar de que cuando así lo estableció el Congreso él se encontraba en su despacho.
La incertidumbre y el temor se apoderaron el jueves de los trece millones de ecuatorianos. Rafael Correa es un presidente que no deja indiferente a sus compatriotas, o lo aman o lo odian, pero su secuestro por policías volvió a unir a los ecuatorianos bajo el paraguas del sentido común y la convicción de que por encima de las opiniones que cada uno pueda tener con respecto a su presidente éste fue elegido el año pasado por una amplia mayoría de ellos y de que, por tanto, sólo ellos, los ecuatorianos, y no unos hombres y mujeres armados, pueden quitarlo de ahí; los policías y quien esté detrás de ellos puesto que, en efecto, parece difícil improvisar algo como lo que se dio en Ecuador el jueves. Rafael Correa ya ha apuntado directamente a Lucio Gutiérrez, el hombre a cuyo lado se puso cuando éste, siendo coronel, dirigió un intento de golpe de Estado desde la izquierda apoyado por la mayoría de los ecuatorianos y que contó con los indígenas como sus grandes aliados. El coronel, amnistiado, alcanzó después el poder, ya por las urnas, y tras abandonara a quienes le apoyaron y virar a la derecha probó de su propia medicina cuando el Congreso proclamó presidente a su hasta entonces vicepresidente, Jamil Mahuad.
Lo ocurrido esta semana refuerza a Rafael Correa, un presidente al que hay que reconocer sus intentos por fortalecer el Estado y poner reglas claras en un país en el que el apellido y el dinero han estado habitualmente por encima de las leyes. Ha anunciado mano dura contra los que considera golpistas. Habrá que esperar que gestione la salida de esta crisis con cordura y tendiendo la mano a quienes no estando de acuerdo con él han condenado el intento de golpe de Estado. Esta vez el golpe lo sufrirán quienes estaban detrás, porque Ecuador no lo ha encajado.
Concluyendo, habrá que confiar en que también Correa haya extraído una lección de lo ocurrido, puesto que el presidente ecuatoriano es un especialista en ganarse enemigos con una verborrea agresiva que con frecuencia le ha desacreditado y arma de argumentos victimistas a los ‘pelucones’ (pijos) en los que este ex estudiante de Harvard personifica no al enemigo, sino al diablo.
Rafael Correa optó por renunciar a atraer hacia sí al enemigo. Al contrario de lo que hizo Luiz Inácio Lula da Silva, el minero llegado a presidente de Brasil con un mensaje que intentaba convencer a su masa social, la mayoría pobre del país, a los sectores más progresistas de la burguesía brasileña y los mercados. Ocho años después, parece haberlo conseguido. Las encuestas sitúan a su sucesora, Dilma Rousseff, clara vencedora en los comicios que se celebran hoy.
Buen análisis
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